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El Cuento del Alcalde al que no le Gustaba el Carnaval -
Érase
que se era, una aldea del Mediterráneo, de cuyo nombre
no quiero acordarme, porque cada vez que lo hago, recuerdo
lo que fue, y al mirar en lo que se ha convertido, siento
un profundo pesar.Pues bien, dicha aldea, hoy ex presunta
ciudad de congresos y despropósitos, estaba gobernada
por un hombre muy tolerante cuya frase favorita era: «aquí
se hace lo que yo digo». Así que él
era el jefe, el mandamás. La opinión de los
que no pensaban como él, nunca le importó.
Era el amo por decisión de sus devotos. Para gobernar
se valía de sus amigos, llamados también concejales,
que simplemente se limitaban a firmar lo que él decía,
so pena de caer en desgracia y perder su cargo, y, con ello,
su medio de vida. La forma de mandar del déspota
tenía un lema: o estás conmigo, o estás
contra mí.
El colesterol acumulado en ese cuerpo brincaba de alegría
cuando era invitado obligatorio de algún evento festero.
Marisco y bebida que corra a raudales, que viene el señor
alcalde, y si no es agasajado... nos quitará las
subvenciones y no podremos hacer fiesta, decían sus
vasallos.
Así pues, la vida del obeso edil, veía pasar
plácidamente los días entre fiestorras y homenajes,
comprando el vasallaje de su pueblo a base de cuatro euros
mal repartidos.
Pero... había unos días al año en que
se le revolvían las tripas. Sucedía que en
la aldea, perdón ciudad, había por costumbre
celebrar una conmemoración ancestral, tan antigua,
o más, que la propia religión. Se trataba
de todo un ritual milenario. Estamos hablando de las fiestas
en honor a Don Carnal, del Carnaval. Sucedía que
esos días el populacho se olvidaba de invitar y agasajar
al señor alcalde y a sus amigos concejales y, por
el contrario, se dedicaba a hacerlos objeto de vilipendio
y escarnio.
Asimismo la chusma se entregaba a los placeres lascivos
de los excesos carnales bajo la impunidad de las máscaras
y disfraces varios, riéndose de los políticos,
de los curas, de todo lo que representara poder, y haciendo
mofa de sus actitudes.
Era
la fiesta de los locos. El rito carnal. Lo de abajo estaba
arriba, lo de arriba estaba abajo. Aunque sólo fuera
unos días. Los que se encargaban de mantener vivo
el rito, eran una pandilla de impresentables que lo único
que querían era que la procacidad, la lascivia, y
el desorden, inundara las calles de la ciudad durante unos
días. En definitiva, que la libertad más individual
pudiera manifestarse en estado puro. Ya vendrían
después los tiempos de Cuaresma.
Pero el señor alcalde, conchabado con el cura de
la aldea, decidió erigirse en guardián de
las buenas costumbres y de la moralidad, legitimado además
por la autoridad eclesiástica, y, así, de
paso, se evitaba que la plebe se burlara de sus atributos
de poder.
Entonces, ordenó a su lacayo Sonrisitas, que era
el concejal de la participación ciudadana en todas
las fiestas, que para el Carnaval, sólo se debía
hacer un baile muy fogueril, florido y hermoso. Que mis
súbditos bailen está bien. Pero nada más.
Pero que no se olviden que somos nosotros los que se lo
permitimos. Y así se le ocurrió también
que sus amigos, que todo el año le estaban invitando
a comer, podrían participar y hacer un desfile al
tipo militar, con carrozas y todo. El pondría bandas
de música y daría premios para todos. Así
tendrían más dinero para invitarlo.
Así que Sonrisitas se puso manos a la obra y trazó
un plan. Primero, organizaría concursos en los que
él se cuidaría muy mucho de elegir a los miembros
del jurado. Segundo: avisó a sus amigos para que
se presentaran al concurso, que tendrían premio seguro,
bien vía directa, o recompensado con una autorización
de verbena. Así resultado garantizado. La segunda
parte del plan consistía en torpedear a los impresentables.
Así, se le ocurrió que lo mejor que podía
hacer era ignorarlos, pasar de ellos, e imponerles, en uso
de su autoridad, unas condiciones que no pudieran aceptar.
Y
qué sucedería si no aceptaban sus condiciones:
pues que le encargaría a un amigo suyo que organizara
el baile y el desfile, los dejaría sin presupuesto,
les quitaría el local sin suelo que hace un año
les dejó y así, diría a la plebe: véis,
nunca están conformes con nada, así que peor
para ellos. Y qué sucedería si aceptaban a
regañadientes: entonces se haría uso del plan
B): les prohibiremos los espacios públicos que habitualmente
venían ocupando, les retrasaremos los medios económicos
para las contrataciones, les exigiremos lo habido y por
haber para cada actividad. A ver si así se les quitan
las ganas.
Sonrisitas, además, se preocupó de hablar
con sus amigos de los medios de comunicación para
que minimizaran la voz de los disidentes.
Los habitantes de la aldea, cuya preocupación principal
era llegar a fin de mes, no se percataban de todo cuanto
acontecía a su alrededor: recorte de libertades,
imposición de la religión, guerras que no
iban con ellos, viviendas inaccesibles, precariedad laboral,
privatización de los servicios mínimos como
la sanidad y la educación, etcétera. Eran
felices así, con sus prepotentes gobernantes. Entonces,
¿por qué se iban a preocupar de que cuatro
impresentables carnavaleros, en pleno tercer milenio globalizado,
reivindiquen la libertad? Eso ya no se lleva.
Así las cosas, Sonrisitas fue a ver al señor
alcalde y le dijo: misión cumplida mi señor.
Han firmado. Les hemos prohibido todo, los hemos ninguneado
y se han quedado protestando. Todo arreglado. Un par de
puteos más y son nuestros. Y encima sin perder la
apariencia democrática.
Por fin la aldea tendría un Carnaval a gusto del
señor alcalde... Sin crítica, sin pregones
mordaces, de buen gusto y mejor estética. Un mezquino
baile de casino pretencioso en palabras del antropólogo
Caro Baroja. ¿Será esto así? ¿Los
mordaces y cristianos carnavaleros se dejarán torpedear,
abandonarán sus responsabilidades ancestrales de
mostrarnos a la cara con burla y mofa las mentiras de nuestro
mundo? Este cuento de Carnaval tiene varios finales, y todos
ellos dependen de usted ciudadano. Así termina el
cuento.